Ese fin de semana viví una de las experiencias más transformadoras de mi vida. Visité un hospital psiquiátrico con el corazón dispuesto, pero sin saber exactamente lo que iba a encontrar. Lo que viví ahí me enseñó algo que no se aprende en los libros, ni en discursos, ni siquiera en palabras bien dichas… aprendí a ver con los ojos de Dios.
Llegué pensando que iba a dar algo de mí, y sí, lo hice. Pero lo que jamás imaginé fue todo lo que recibiría. Desde el primer momento, Dios me desarmó. Me mostró que las personas no se definen por un diagnóstico, ni por su pasado, ni por su condición. Me mostró que cada ser humano es un universo, un reflejo de su amor más puro, y que cuando los ves con Su mirada, todo cambia. Aprendí a ver a las personas como un todo, como Él las ve: amadas, completas, únicas, dignas de amor y de entrega.
Durante esos días aprendí lo que significa donarse de verdad. No como algo extraordinario o difícil, sino como una respuesta natural del corazón cuando se sabe amado. Me entregué en sonrisas, en cantos, en juegos, en abrazos, en compañía. Pero lo más fuerte no fue sólo amar, sino dejarme amar. Porque ahí, en medio de esas paredes silenciosas y a veces tristes, me encontré con un amor inmenso, sin filtros, sin máscaras. Me abracé a personas que ni siquiera recordaban parte de sus historias, pero que nunca habían olvidado cómo amar a Dios.
Fue impresionante ver cómo muchos podían haber perdido memoria, palabras, rutinas… pero nunca olvidaron el Padre Nuestro. Nunca olvidaron cómo rezar el Rosario. Nunca olvidaron cómo mirar a los sacerdotes con un amor tan puro, como si vieran a Cristo mismo. Me conmovió profundamente ver que, aunque ellos están “encerrados”, son más libres que muchos de nosotros. Porque mientras nosotros vivimos atrapados por las apariencias, las redes, las opiniones, las modas… ellos viven con el alma libre. Cantan con todo el corazón. Disfrutan cada canción como si fuera la primera. Se detienen a saborear cada momento, como si supieran que cada segundo es sagrado.
Ahí entendí que la verdadera libertad no está en lo que puedes hacer o a dónde puedes ir. La verdadera libertad está en el alma. Y ellos, con todo lo que el mundo podría llamar “limitaciones”, tienen un alma profundamente libre, porque han sido tocados por el amor de Dios, y viven desde ahí.
Está experiencia me enseñó a servir a Jesús de una forma nueva. Me enseñó que el servicio más valioso no es el que haces con las manos, sino el que haces con el corazón. Que servir no es sólo ayudar, sino estar, escuchar, mirar con ternura, abrazar sin juicio, amar sin condiciones. Me enseñó que todos, absolutamente todos, somos hijos amados de Dios. Y que si Dios no pone etiquetas, ¿quiénes somos nosotros para hacerlo?
Ese fin de semana, más que un simple viaje, fue una escuela del alma. Una oportunidad para experimentar lo que tantas veces escuché en la Teología del Cuerpo: ver a las personas como un todo, cuerpo y alma, mente y espíritu, historia y presente. Verlas como lo que son: sagradas. Amadas. Reflejo del Creador.
Dios me habló a través de ellos. Me recordó que la felicidad está en lo sencillo. En una mirada, en una canción, en una oración compartida. Y sobre todo, me recordó que el amor es la única respuesta, la única salida, la única verdad.
Al volver, no soy la misma. Algo en mí cambió para siempre. Porque ya no quiero mirar a nadie con los ojos del mundo. Quiero mirar con los ojos de Dios. Y si puedo hacer eso, aunque sea un poquito cada día, entonces estaré caminando hacia el cielo… empezando aquí en la tierra.